Decidí que esta travesía comenzaba en Madrid. Tenía dos opciones, tomar un avión directo a Casablanca o Marrakech -pero definitivamente lo mío no es la ruta sencilla-, así que fui a la estación central de trenes de Atocha y tomé un tren que tras 7 horas me dejó en el Puerto de Algeciras, una vez allí tomé el ferry que por 12€ me atravesó el Estrecho de Gibraltar y en un par de horas más estaba en Tánger. Al llegar a Tánger me trasladé hasta la Medina, el barrio más antiguo. El Hostel al que llegué se llama “Mohamed Bargach” ubicado en la calle “Mohamed VI” y donde me recibió “Mohamed” con té de menta. Tuve la suerte de caminar por el Zoco, diferentes mercados con productos locales traídos de los alrededores por hombres ataviados con vestimentas de rayas y sombreros de paja con pompones de lana de diferentes colores. Un mundo particular de especias entre azafrán, tomillo, laurel, jengibre, menta y hierbabuena impregnando el ambiente.






Hacer fotos a diestra y siniestra no está muy aceptado. Los marroquíes son celosos de su imagen y su cultura. Y aunque pude capturar muchos instantes, si me preguntan cuáles son las fotos más bonitas que hice de Tánger respondo que las que no fueron tomadas pero que serán imágenes únicas y auténticas que harán parte de mi retina para siempre.
Cerca de 400 kms separan a Tánger de Fez. Un recorrido en tren de casi 5 horas con caminos poblados de pastores y campos de siembra me acompañaron y se quedaron atrás. Imágenes contrastadas por la austeridad y la belleza de su gente. Camino en el tren de Fez a Marrakech, entré en una cabina y me senté al lado de la ventana – creo que me equivoqué de vagón porque sólo había hombres que me miraban con cara de estar en el lugar equivocado-. Luego entendí que hay códigos como aquél. A partir de ahí siempre me fijé en compartir la cabina con mujeres.




Finalmente, no sé si por su incomodidad o las razones que fueran los hombres se fueron cambiando de cabina o bajando en las siguientes estaciones, así que hubo un momento en el que estaba allí sola y mirando por la ventana. En cada estación subían nuevas personas y la cabina llenó su cupo. Todas mujeres. Yo seguía mirando por la ventana. De repente las lágrimas cayeron, era la emoción de estar allí, de querer hablarle a alguien en mi idioma, de que se me pasara ese dolor de estómago que me tenía fatal desde hacía un par de días, de esa “desprotección” a unos miles de kilómetros de casa. Lloraba porque a través de esa ventana de tren iba viendo paisajes, personas y lugares desolados pero con una belleza inmensa. Lloraba porque metafóricamente a través de esa ventana también veía cómo se pasaba la vida. Tenía un corazón lleno de nostalgias. El vagón se llenó de mujeres y niños que cantaban, reían, compartían sus comidas y yo me sentía en medio de un carnaval árabe.



Una mujer sacó su teléfono móvil y puso música, algunas de ellas se pusieron de pie y comenzaron a bailar, yo lloraba y observaba. La mujer mayor que iba a mi lado se quitó el burka, me miró a los ojos y comenzó a secar mis lágrimas, me abrazó y en un francés bastante enredado pude entenderle que nada podía merecer tanto la pena como para llorar de tristeza, que en todo caso me perdonaba si estaba llorando de felicidad. Rió y me preguntó el nombre, seguido dije: Andrea! y todas comenzaron a querer repetirlo, les hizo gracia que me llamara así…en fin.
Me preguntaron de dónde venía y les dije que tenía dos casas, en Madrid y en Bogotá. Era gracioso porque ellas no hablaban español ni inglés y yo entendía algo de francés pero nada de árabe, así que parecíamos mimos con lenguaje de señas. Lo bonito de todo es que terminé bailando música bereber y por supuesto ellas movieron los hombros y las caderas con un par de cumbias colombianas que les puse. Las lágrimas se secaron y la nostalgia se convirtió en esta magnífica experiencia de viaje.
Tras 7 horas de viaje y 550 kms, me recibía Marrakech. Largo pero muy gratificante viaje para encontrarme en la Plaza de Jemaa el Fna y descubrir contadores de cuentos, encantadores de serpientes, danzantes, dentistas, tarotistas, titiriteros, vendedores de zumos de fruta, acróbatas, escritores de cartas y aguadores. Pero esta es otra historia que merece ser contada en una nueva entrada.